Con sus guerras perpetuas, Washington condena a sus tropas a un infierno mental. Mientras persistan, matanzas como la de los 17 civiles en Afganistán a manos de un sargento estadounidense sorprenderán cada vez menos.
Eran las tres de la mañana del 11 de marzo pasado. La hora más fría de la noche. El soldado estadounidense, con su fusil, varios cartuchos y sus gafas de visión nocturna, salió tranquilo de su barraca. Pasó frente a un recluta afgano que montaba guardia y, sin decirle palabra alguna, salió del Campo Belambay, una pequeña base en territorio controlado por los talibanes, al sur de Afganistán. Caminó 15 minutos en la oscuridad, seguro y silencioso, atravesando los viñedos y huertos que separan su cuartel de los caseríos circundantes.
En el campamento dieron la alarma, pues un efectivo nunca puede salir solo. Contaron las tropas: una docena de Boinas Verdes -las fuerzas especiales del Ejército- , algunos soldados regulares y varios afganos. Faltaba un hombre . Un sargento de 38 años, padre de dos hijos, cuyo nombre aún no ha sido revelado. Solo llevaba cuatro meses en Afganistán, pero con 11 años de carrera militar, tres despliegues en Irak y un riguroso entrenamiento como francotirador, era un veterano de varios combates.
En las aldeas, metódicamente, empezó a forzar una a una las puertas de las casas campesinas de barro. Como si estuviera en una misión contra los talibanes, barrió los cuartos con su mira láser, escudriñó entre los humildes enseres domésticos, pateó cajas y canastos. Pero solo buscaba matar. Descargó su fusil contra mujeres, niños y ancianos a quienes despertó con tiros en la cabeza o puñaladas a través de la cobija. Eran 17 campesinos afganos y la más joven solo tenía dos años. Antes de huir, cubrió algunos cadáveres con tapetes y les prendió fuego, como si quisiera esconder lo inocultable.
Volvió al Campo Belambay, tiró sus armas al suelo, alzó sus brazos y dijo: "Lo hice". Acababa de cometer la peor matanza de civiles en los más de 10 años que llevan las tropas estadounidenses en Afganistán. Su abogado, John Henry Browne, dijo en una conferencia de prensa que el sargento, que "tiene un historial ejemplar y es un soldado condecorado", no estaba en condiciones para ir a Afganistán y que le habían prometido que no volvería a combatir. También contó que en la víspera, el suboficial vio como le volaban una pierna a uno de sus amigos.
La masacre acabó con la poca credibilidad de Washington en el país. El presidente Hamid Karzai pidió el retiro de las tropas occidentales, mientras los talibanes anunciaron que rompían las tímidas negociaciones que tenían con la Casa Blanca en Qatar. La tragedia llegó en un momento crítico para el presidente Barack Obama, que prometió consolidar la seguridad en Afganistán antes de salir en 2014. Es claro que en los últimos meses Washington va de desastre en desastre. Y para muchos, como el reportero Jon Lee Anderson, "los Estados Unidos ya no son una solución, sino parte del problema".
El sargento fue enviado a una base en Kuwait, donde se espera dé más detalles. Un crimen que con precipitación algunos calificaron de "locura temporal", el acto de un asesino solitario y desequilibrado.
Sin embargo, en los últimos meses los incidentes inexplicables parecen multiplicarse en Afganistán. Hace dos meses se conoció un video en el que cuatro marines orinaban sobre talibanes muertos, mientras bromeaban. Seis semanas después, el odio contagió a todo Afganistán cuando se supo que militares estadounidenses quemaron varios ejemplares del Corán. Más de 30 afganos y seis soldados de la Otán murieron en protestas. Ahora, después de diez años de guerra, cada vez más personas se preguntan si el impacto psicológico del conflicto no ha sido subestimado por Washington y la guerra se les está saliendo de las manos.
Toda las alarmas apuntan a la base Lewis-McChord, cerca de Seattle. De ahí venía el sargento que asesinó a los 17 afganos. Era también el cuartel del Kill Team, ese escuadrón famoso por asesinar a por lo menos tres civiles afganos en 2010 que guardaba dientes y dedos de sus víctimas como trofeos de cacería. De ahí también salieron el veterano de la Guerra de Irak que asesinó a un guardabosques en enero, un soldado acusado de torturar a su hijo y otro que derramó gasolina sobre su mujer y amenazó con incendiarla.
Aunque la base tiene más de 40.000 militares, y esas situaciones se pueden repetir en otras unidades, hay preocupación por el aumento de casos en los que los soldados pierden el control. Un estudio del año pasado del Cuerpo de los marines indica que cerca de 20 por ciento de los hombres que estuvieron en Afganistán sufren problemas psicológicos por el estrés postraumático, el doble que en 2005. Otro informe indica que los suicidios en las Fuerzas Armadas han aumentado 80 por ciento en los últimos años y que desde 2001 más de 2.293 militares se han quitado la vida, mientras 6.397 la perdieron en enfrentamientos en Afganistán o Irak. Algunos médicos afirman que el aumento del estrés postraumático se explica porque menos soldados mueren. Como hay más heridos, hay más traumas.
La mentalidad de 'macho man' también es un obstáculo para detectar los casos de alto riesgo. Mientras los heridos son héroes, los que sufren traumas psicológicos temen que los señalen de frágiles. Hay además un problema financiero, pues los tratamientos psiquiátricos pueden ser mucho más costosos. Con recortes en el Pentágono por 487.000 millones de dólares para la próxima década, médicos como el doctor Newhouse están preocupados: "los recursos están muy escasos, no hay suficientes psiquiatras, psicólogos y enfermeras. Estamos enfrentando nuevos problemas, pero no hay fondos para combatirlos".
Por eso muchos denuncian un sistema incapaz de detectar el peligro, por el que se cuelan individuos inestables, reclutados sin importar su pasado. El sargento que asesinó a los 17 afganos había sufrido en Irak un trauma craneal con contusiones cerebrales, tenía problemas maritales y varios expertos consideran que no era apto para estar en zonas de combate. El doctor Bengt Arnetz, experto en estrés postraumático de la Universidad Wayne, de Michigan, le dijo a SEMANA que "en el Ejército hay un pésimo monitoreo. Aunque el asesino hubiera mostrado signos de que algo iba a pasar, no los habrían descubierto. No tenemos buenas herramientas de vigilancia. No tenemos una mirada sistemática".
Aunque es polémico, varias voces culpan la cultura del Ejército en Estados Unidos. Juegos de video, películas y entrenamientos cada vez más realistas condicionan a los soldados para la violencia. En su libro On Killing el teniente coronel retirado Dave Grossman escribió que "los soldados están aprendiendo a disparar instintiva e instantáneamente. Cuando matan, lo han ensayado tantas veces que se pueden autoconvencer de que en realidad no mataron a otro ser humano".
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