Piñera es ante todo un apostador nato. De alto riesgo: huele las oportunidades al filo del abismo. Y frente a la huelga de hambre ha visto una "pasada" y ha lanzado los dados del todo o nada. Junto a Ena Von Baer van por todo: los presos que se sequen en la cárcel, y de paso endurecer la ley antiterrorista, terminar con el fondo de tierras, comprar conciencias en el Ñielol, y poner candados constitucionales contra los derechos colectivos. Todos sus pasos son a cerrar puertas y ventanas. La "solución final" a la chilena.
La apuesta es aplastar al movimiento mapuche. Ahora. Antes de que sea demasiado tarde para la nación única e indivisible. El volador de luces de la falsa "mesa de diálogo" es para el chileno medio, el que no entiende nada, para que culpe a los comuneros en huelga de su propia muerte, y justifique la represión de los "intransigentes".
Piñera y Von Baer han apostado a la muerte de la huelga de hambre y al sometimiento de un pueblo. Es la vana apuesta de alto riesgo de una elite irresponsable que arrastra a un país entero a su peor tragedia. Porque quien va a perder es Chile, los hijos de la imaginaria nación única e indivisible que no podrán mirar de frente a los hijos del pueblo mapuche.
El gobierno parece haber asumido como inevitable la hipótesis de la muerte de uno o más comuneros mapuche en huelga de hambre. El mensaje implícito de tal postura es que la autoridad pública no negocia bajo presión.
Sólo una elite política rígida, sorda y poco instruida, sin noción de los tiempos sociales y del significado real de lo que es la secularización de las instituciones, puede pretender solucionar una huelga de hambre con una ley. Y esgrimir razones de Estado o tiempos parlamentarios, para solucionar un problema que es netamente político. Y rápido.
La oposición política cree que el problema de fondo es la reforma de la Ley Antiterrorista, que sus propios gobiernos aplicaron en su oportunidad, asumiendo también, implícitamente, la muerte de un mapuche, ya que saben que el tiempo se agotó.
El riesgo extremo del problema no corresponde a ninguno de esos dos actores. El que verdaderamente paga es un tercero, directamente involucrado como víctima en el posible resultado de muerte: los comuneros en huelga. Lo peor es que lo hacen por voluntad propia, pues nadie los escucha.
En la solución de un conflicto, lo fundamental es, en primer lugar, estabilizarlo. Ello solo se logra objetivando y dimensionando los intereses en pugna entre las partes directamente involucradas y sentándose a conversar.
Para estabilizarlo e impedir que aumente de volumen –lo que lo torna más difícil e incontrolable en sus efectos- es necesario reconocer el grado de intensidad emotiva que el conflicto tiene para los actores. Porque de el dependerá su voluntad de lucha y la posibilidad de satisfacer los requerimientos de una negociación, en el supuesto que las partes, ambas, quieran y puedan negociar.
En el caso de la huelga de hambre de los comuneros mapuche no se ha hecho esa tarea imprescindible. La impericia política del Estado de Chile – no solo de este gobierno como sostiene el presidente del Partido Socialista- ha sido proverbial, para escalar un tema a problema y un problema a conflicto. El Estado de Chile no percibe la intensidad emotiva que hoy tiene el conflicto para el pueblo mapuche. Ello es fatal para entender los mecanismos de diálogo y solución.
Solo una elite política rígida, sorda y poco instruida, sin noción de los tiempos sociales y del significado real de lo que es la secularización de las instituciones, puede pretender solucionar una huelga de hambre con una ley. Y esgrimir razones de Estado o tiempos parlamentarios, para solucionar un problema que es netamente político. Y rápido.
Al actuar como lo están haciendo, especialmente el gobierno, está disminuyendo el umbral de la paz social y la seguridad en el país. Pues el impacto simbólico de la muerte autoinflingida de un comunero mapuche como expresión de protesta social, solo dejará espacio para la ira y un mayor nivel de violencia en otros sectores del pueblo mapuche. Y lesionará la legitimidad democrática de todo el sistema, adentro del país y hacia el resto del mundo.
Es necesario no equivocarse sobre este tema. Nada hay más erosivo para una democracia que humillar a las personas. La invisibilidad cultural y política es la mayor humillación para un pueblo. Peor aún si en circunstancias especiales se les exige la rendición incondicional. Las cosas que se hacen no deben ser impuestas sino acordadas, que es a lo que se niega el gobierno.
En el escenario actual, cunde, además, la percepción de un nuevo riesgo. Que los sectores jóvenes y más educados del pueblo mapuche experimenten un proceso de radicalización en sus posiciones, que las antiguas organizaciones ya no puedan controlar. Porque se sienten humillados en su identidad.
Y, disculpe señor Presidente que se lo diga, ya tendrá tiempo de mostrar su autoridad, si efectivamente la tiene, cuando deba encabezar el verdadero debate sobre la cuestión mapuche pendiente, que incluye temas de autonomía, tierras y representación política funcional en el Parlamento. Ello una vez que termine la huelga de hambre. Mientras tanto, no contribuya a enrarecer la paz social de Chile.
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