lunes, 6 de septiembre de 2010

Colombia: La tierra prometida


Y es que el tema de quién tiene derecho a la tierra es quizá el más importante de resolver en Colombia. El país ya va a completar un siglo viendo cómo se repite, cada 20 años, la misma letanía: la tierra como el epicentro de alguna forma del conflicto. En 1920, por ejemplo, eran apenas luchas agrarias en el centro del país. Pero 20 años después, en esos mismos lugares donde se había sembrado el descontento, germinaron los primeros brotes guerrilleros. Y en la década de los 60, en el documento que sirvió de partida de bautismo de las Farc, de lo único que se hablaba era de reforma agraria. La tierra también se convirtió en botín estratégico para los carteles del narcotráfico de los años 80, que las usaban como corredores de tráfico o para lavar dineros calientes y como símbolo de estatus. Y los paramilitares no solo nacieron para defender a los latifundistas del azote de la guerrilla, sino que a comienzos de este siglo decidieron tomarse para sí toda finca que se topaban en el camino.

Cada nuevo conflicto por la tierra parece mutar a fenómenos de violencia más crueles y complejos. En los últimos 30 años, el narcoparamilitarismo desencadenó a sangre y plomo una contrarreforma agraria que anuló todo el esfuerzo que en materia de tierras se había hecho unas décadas antes. Colombia es cada vez un país más desigual: se duplicó el porcentaje de la tierra en poder de grandes hacendados, y el despojo de los suelos hizo que los desplazados colombianos se convirtieran en una de las crisis humanitarias más graves del planeta. Eso en números es escandaloso: las fincas de más de 500 hectáreas que hace 20 años ocupaban el 32 por ciento de la tierra útil hoy ocupan el 62 por ciento y pertenecen a no más del 4 por ciento de los propietarios; y, del otro lado, uno de cada cuatro campesinos fue expulsado de su terruño -según las cifras de un estudio que presentó hace dos semanas la investigadora Ana María Ibáñez en la Convención Bancaria- y el destierro lo convirtió en un indigente en los cordones de miseria de la ciudad.

Algunos economistas neoliberales podrían argumentar que esa estructura no necesariamente es mala per se, porque para que la agroindustria se convierta en motor de desarrollo necesita contar con grandes extensiones de tierras. Pero ese supuesto tiene dos problemas en Colombia: el primero es que, según cálculos de Luis Jorge Garay, el 35 por ciento de los predios más ricos para el agro son propiedad de capitales de dudosa procedencia, y el segundo es que la agricultura se coronó como la cenicienta de la economía con el desempeño más pobre en la última década. Como dijo Alejandro Gaviria en su columna de El Espectador, "más parece un vagón de tercera clase que una locomotora", como la ha denominado el gobierno.

Ese estado de cosas es aún más dramático si se tiene en cuenta que intentos de resolver el problema de las tierras no han faltado. Desde Alfonso López Pumarejo, quien en 1936 desafió con su Revolución en Marcha a los terratenientes con el concepto hasta hoy vigente de que la tierra tenía una función social, hasta otros mandatarios de estirpe liberal, como Alberto Lleras, Carlos Lleras y Virgilio Barco, que a su manera trataron de poner a funcionar, con mediano o ningún éxito, la locomotora agrícola. Casi siempre, los terratenientes terminaron atravesándose y frenando en seco las reformas, como ocurrió, por ejemplo, con el acuerdo de Chicoral de 1973.

Las buenas intenciones, y sus muchos o pocos logros, se desmontaron de manera definitiva en los últimos 20 años con la contrarreforma agraria que a sangre y plomo impusieron los paramilitares. Un experto en el tema, Absalón Machado, es contundente: "Los intentos de hacer reforma agraria han sido un fracaso. Como Colombia no ha resuelto el problema de control de la propiedad, la idea de tener tierras es un elemento de poder. La tierra aquí tiene una carga feudal muy grande. Y si lo hubiéramos resuelto antes, tal vez nos habríamos ahorrado la violencia de 40 años".

El gobierno de la seguridad democrática de Álvaro Uribe le dio prioridad a erradicar la insurgencia en el campo más que a distribuir equitativamente su propiedad. Por otra parte, la apuesta de aumentar la confianza inversionista a través de estímulos a la inversión se tradujo en dos de los escándalos más sonoros de su mandato: el de Agro Ingreso Seguro y el de Carimagua, en el cual fincas destinadas a los desplazados casi acaban en manos de los empresarios palmeros. Por otra parte, el Incoder se convirtió en otra olla podrida, ya que desde su creación, en 2003, se infiltraron los paramilitares. La entidad terminó por entregar las tierras, no a los campesinos, sino a personas con órdenes de captura.


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