Quien puede culpar al mono por gustarle las bananas, o al perro callejero de perseguir a los coches que pasan. Nadie. Está en su naturaleza. Por lo mismo parece sorprendente que nos sorprenda descubrir, una y otra vez, que la ambición de los empresarios no tiene límites, ni ética.
A riesgo de parecer conductista, la obtención de beneficios en una sociedad capitalista se realiza al coste que sea. Es propio a su naturaleza y desconocerlo no es más que taparse los ojos frente a una evidencia.
En el caso chileno, dos hechos recientes ponen en evidencia este tipo de realidad. Primero, el terremoto de febrero permitió constatar las enormes irregularidades cometidas en la construcción tanto pública, como privada. Edificios de departamentos con menos de 3 años colapsaron con el movimiento telúrico, mientras que otros, con más de 30 años, apenas sufrieron daños menores. Pero más allá de lo material, una buena parte de las muertes también tiene su raíz en las irregularidades cometidas por ávidos constructores y corruptas autoridades.
Y el segundo hecho, mucho más reciente, es el derrumbe de la mina San José con su saldo de 33 mineros atrapados bajo 700 metros de tierra y roca. En este caso, debemos conjugar a los ávidos empresarios mineros con, nuevamente, corruptas autoridades.
Lo que no deja de ser sorprendente en el caso chileno, un país en donde el neoliberalismo es mucho más que un conjunto de medidas económicas, es la aparente facilidad con la cual está evidencia parece ser escondida bajo un manto de explicaciones diversas.
Casi que podríamos hablar de un proceso de transmutación, principio descubierto por los alquimistas y que trata de la transformación de un elemento químico en otro.
En este caso se transmuta un hecho que de manera evidente grafica la injusticia y brutalidad del sistema económico en un elemento que socialmente será recordado de manera positiva por la solidaridad y el patriotismo que provoca en la sociedad.
O sea, desaparece lo evidente y es reemplazado por otra serie de imágenes que no sólo distorsionan sino modifican la conducta de millones de personas.
Como prueba, en ambos casos aquí descritos, el del terremoto y el de derrumbe de la mina, la sociedad chilena ha pasado rápidamente de la indignación a la euforia “patriota”, con una carga positiva de orgullo comunitario, borrando de un plumazo cualquier cuestionamiento sistémico.
En el caso del terremoto, la empresa privada apuntada con el dedo como la culpable de los derrumbes de viviendas, pasó a ser el motor de la reconstrucción. Y, en el caso de los trabajadores atrapados en la mina, los ávidos empresarios fueron reemplazados por la imagen de un empresario-presidente, apoyado por la gran empresa de la minería que aportó maquinaría de última generación para el rescate) y que incluso contó un empresario-benefactor que le donó 5 millones de pesos a cada familia afectada por el derrumbe. Todo este proceso fue acompañado, en ambos casos, de un uso obsceno de la bandera, el himno y alegorías a la comunidad-patria, usadas como si fuera un condimento capaz de esconder el mal sabor de una situación desagradable.
Pero este proceso de suplantación sólo es posible en una sociedad cuya estructura asociativa y política ésta prácticamente quebrada. Bloqueados todos los caminos para la construcción de una opinión crítica colectiva, dispersadas o encerrados en sus casas o departamentos, lo que le queda a cada chileno es informarse a través de los medios de comunicación masiva.
Aquí está la varita mágica. Este es uno de los núcleos sobre los cuales se sostiene un sistema que quiere perpetuar una estructura de desigualdad. Y Piñera, como si fuera un decrépito Harry Potter, aprendió desde su temprana edad los poderes que encierra este instrumento.
La sociedad chilena ha demostrado lo influenciable que puede llegar a ser un país completo, haciendo depender los estados de ánimo y las reflexiones colectivas de un conjunto de medios escritos y visuales que determinan y manejan los tiempos y discursos mayoritarios.
El neoliberalismo chileno, demuestra como el proceso de desarticulación de las identidades colectivas, esos puntos en donde se dan los procesos de socialización y politización primarios, una vez destruidos tienen que ser reemplazados por discursos totalizadores e indiscutibles, so pena de ponerse en una marginalidad que siempre será castigada.
La última demostración de este poder la tenemos en el caso de los mineros. El empresariado chileno apostó duro por salir bien parado de una situación que aparentemente no ofrecía dudas. Y ganó.
El control total de los medios de comunicación por parte del empresariado chileno, no permite margen de error. Y las encuestas de popularidad podrán decir lo que quieran, pero cuando la política se transforma en una ruleta rusa, gana el que tiene más fichas posicionadas en los distintos números de la tabla. Simple cuestión de probabilidades.
Y el control de los medios de comunicación por parte del empresariado chileno es total. El 100% de los medios televisivos y cerca del 90% de los restantes están en manos de los grandes grupos económicos. El propio empresario presidente controla directamente 2 de los 4 canales más importantes, no dejando ningún margen.
Esta situación, de lejos, no es exclusiva del caso chileno, basta mirar el caso de Venezuela, Bolivia o Argentina, en donde los gobiernos progresistas “sufren” constantemente los ataques internos y externos de los medios de comunicación como si se tratara de verdaderos bombardeos al palacio de gobierno.
El caso de Chile, nuevamente, pasa a ser paradigmático en esta línea. Un modelito que se esmera en transformar la realidad para adaptarla a las necesidades de legitimación constante del sistema económico.
Hasta ahora, ha funcionado, pero todo tiene un límite, y si bien ni el terremoto, ni el encierro de los 33 mineros han logrado cuestionar el modelo vigente, si se muestra un cierto desgaste puede empezar a pasar una cierta factura a quienes tienen la misión de encabezar un modelo cuyo único destino es seguir profundizando las desigualdades e injusticias con el fin de maximizar las ganancias.
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